Platicamos con el historiador y etnohistoriador mexicano José Luis Juárez López sobre su última obra dedicada a la cocina prehispánica, un libro que todo gastrónomo debe tener en su biblioteca personal
¿En qué momento fue catalagoda como cocina prehispánica?
JL: “Cocina prehispánica” se empezó a definir así en la década de los años veinte. Antes no se le decía cocina prehispánica, se le decía con otros adjetivos. Todo esto, ¿a qué lleva? A que tengamos una revalorización de esa cocina, y que al ver el libro en lugar de que te decepciones, pongas interés de investigar en lo que aún nos falta de este concepto tan interesante, que además es fundamental para la historia culinaria de este país.
Tenemos un pensamiento occidental. Cuando usted investiga sobre la cosmovisión prehispánica, ¿qué complicaciones tiene tratar de comprender ese tipo de pensamiento que está muy alejado de nosotros?
JL: Es un gran reto, porque es parte de la gran occidentalización que tenemos con respecto a la cocina y a los alimentos, que a veces no nos permite ver las estructuras más antiguas, las más cambiantes, las que presentan irregularidades. No las vemos porque queremos ver la cocina con los ojos occidentales de que todo tiene que ser bonito, tiene que cuajar perfectamente.
Entonces cuando te acercas, lo primero que tienes que hacer es quitarte estas visiones. No se trata de que estés revelando secretos o que estés ventaneando la cocina, para nada. Se trata de poder estudiar los alimentos, la cocina, las preparaciones, las épocas, las fuentes, pero de una manera científica, sería y sobre todo crítica.
Creo que deberíamos de empezar a ver la cocina prehispánica sin estas dos visiones tan cerradas: Decir “todo era ritual, todo correspondía con las estaciones del año, hacían ceremonias para empezar a comer, etcétera” y quitar también estas ideas occidentales de que “tiene que ser bella o nutritiva”.
Entonces quitar estas dos visiones debe de ser primordial para poder acercarse de manera más objetiva a estas preparaciones, alimentos prehispánicos que, —como lo digo yo en las conclusiones del libro—, el pleno conocimiento de la cocina prehispánica, le digamos gastronomía o alimentación.
Yo creo que se va a dar un resurgimiento muy grande cuando nos quitemos estas ideas con las que navegamos a veces y nos pongamos a estudiar de manera objetiva, sin estos parámetros para verlo, para ver cómo se fue moviendo.
¿Cómo fue para usted esa interpretación de la cocina prehispánica a través de los documentos, códices, pergaminos y libros que dejaron los cronistas?
JL:En esta obra trazo una línea de estudio de cómo los personajes fuera del mundo indígena fueron precisamente los que, con base en códices, en entrevistas, en documentos, empezaron a hablar de lo que constituía la cocina prehispánica. En ese sentido, pues el concepto siempre ha sido una idea que no está del todo metida en los documentos, sino son opiniones de cómo era.
Son versiones de cómo pudo haber sido. Que son válidas también, muy válidas, pero que todas estas ideas juntas te llevan a pensar que gran parte de ese conocimiento culinario obviamente se perdió. Se fue perdiendo con la conquista y con el tiempo, pero se quedó la idea de que había esta cocina y de que había ciertos platillos que la componían.
¿Cuál es uno de esos platos prehispánicos que siguen vigentes en nuestra dieta?
JL: El pozole, y lo subrayo en el libro. Es un platillo que por ser indígena, no pasó registro. Se le miró siempre con sospecha. Únicamente, a finales del siglo XIX, empezaron a salir las versiones de cómo era, e incluso se le señalaba como un plato índigena, que era un regalo de los indios, que era a base de maíz etc. Entonces este es uno de esos platos que me parece que se fueron perdiendo en el tiempo, pero que finalmente resurgieron.
El otro sería el guacamole. Tampoco está muy copiosamente visto en las fuentes, no está tan registrado pero hay uno ahí del XVIII que lo pone; dice “se hace así el guacamole, se hace de esta forma, se le pone este chile, se le sazona de esta forma”. Pero también, es otra de las preparaciones que fueron encontrando con el tiempo un resurgimiento. Son de los ejemplos en los que sí deberíamos poner atención, y que con más estudio, encontraremos una cantidad mayor de platillos que se fueron olvidando o segregando, pero que finalmente salieron a flote.
En su libro de Nacionalismo culinario, menciona que el pozole vuelve a nacer debido a la necesidad de una identidad nacionalista, ¿es en este momento cuando regresa a nuestra mesa?
JL: Sí, regresa después de muchos años. Después de mucho tiempo, a finales del siglo XIX, lo empiezan a registrar; en los 30s le ponen estos adornos: lechuga, rábanos, chile, orégano, etc. Y luego, finalmente, ya está como un platillo nacionalista al final de los años sesentas. Ya se habla del pozole con mucho orgullo. Entonces, son estos casos que se dan de platillos que en algún momento se perdieron, pero que finalmente resurgen, y que finalmente entran a ser clasificados como platos nacionales.
¿Cómo eran concebidos los sabores en el mundo prehispánico?
JL: Hay toda una discusión ahí por el sabor de lo dulce. La mayoría de los historiadores en el siglo XX pensaban que los antigüos pobladores de Mesoamérica comían miel, frutos en cierto estado de madurez que le agrega azúcar. A mí me parece, después de haber revisado toda esta documentación del libro, que son 500 libros y hay 120 entre revistas y periódicos, el sabor dulce no estaba tan apreciado ni tan a la vista en esas culturas, sobre todo en la azteca y la maya.
Me parece que los sabores ácidos tenían más presencia como el tipo de una chicha como el sabor de un pozole; o los sabores picosos, obviamente por el principal condimento que era el chile. Pero yo dudo mucho que el chocolate fuera dulce o que el atole llevara un elemento para endulzarlo. Entonces yo pienso que el dulce es herencia del mundo occidental trasplantada en México y que aquí pegó precisamente porque fue un nuevo sabor, uno que no se daba tanto. Pero yo creo que los sabores del mundo prehispánico en nuestro país no tenía un lugar sobresaliente lo dulce.
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FUENTE: EL UNIVERSAL